Era una tarde calurosa la de aquel miércoles, por lo que no era extraño que la plaza estuviese llena de personas que buscaban refugio en la fuente, bajo la sombra de alguno de los árboles cercanos o refrescarse con un helado. Sin embargo, y a pesar del clima, yo quería (necesitaba en realidad) una buena dosis de cafeína.
La cafetería parecía desierta, así que no fue difícil conseguir un café grande, negro y con dos de azúcar. La taza humeaba liberando un aroma curioso, este se debía a que estaban probando nuevas técnicas de tostado (o al menos eso me dijo la chica del mostrador). Bastó un sorbo para dejar atrás el estrés del día; fue entonces que lo noté, sentado en un rincón un hombre mayor de barba y cabello blanco. Su apariencia era discreta pero elegante, como si se hubiera quedado estancado en otra época.
Salí del local en el momento justo para ser casi atropellado por unos niños que corrian sin sociego por el boulevar; sin darle importancia a la repentina presencia de aquel señor, o al menos eso pensé en un principio y seguí mi camino hasta llegar a la plaza, ahí una pequeña multitud se agrupaba cerca de una esquina.
- Quizás alguna protesta -me dije a mi mismo-, o a lo mejor un artista callejero.
Me debatí entre si acercarme o no a ver de qué se trataba, hasta que finalmente pudo más la curiosidad. Sentado en una banca estaba un hombre de aspecto desaliñado, un indigente quizás. Sobre su regazo sostenía un bandoneón, mas no tocaba y en lugar de eso recitaba versos de Borges, pero se detuvo de golpe al verme y dijo:
- ¿Han notado como las historias extrañas siempre empiezan de forma inocente y relativamente normal? - en su rostro se dibujó una extraña sonrisa.
Justo antes de continuar con su declaración me distrajo un niño, el cual tiraba de uno de los parales de mi cinturón. En principio pensé que se trataba de un torpe intento por robarme, pero dada su insistencia aun cuando ya lo había descubierto comprendí que en realidad quería llamar mi atención.
- ¿Qué pasa, estás perdido? –pregunté, pero este sonrió y negó con la cabeza.
- Ponga mucha atención señor, ya voy a empezar –contesto el chico y salió corriendo.
En cuanto el muchacho se alejó empezaron a sonar las primeras notas de una melodía en el bandoneón, un sonido que inspiraba una terrible tristeza. Al voltear para presar atención al espectáculo, la sorpresa no pudo ser mayor; quien ejecutaba el instrumento no era el indigente, sino el anciano de la cafetería.
Admirado por la maestría con que tocaba, pero un poco confundido, pues era la segunda vez que este hombre aparecía de nada, me abrí paso entre el público para poder acercarme y así escuchar mejor.
- Es la canción que dediqué a mi padre –exclamó una vos a mis espaldas- ¿Qué le parece?
Sobresaltado, giré para ver de quien preguntaba, detrás de mí estaba el indigente que antes sostenía el bandoneón.
- Es muy bonita –contesté algo nervioso- aunque un poco triste.
- Así se supone que debe ser un réquiem –dijo, y señaló al frente donde estaba el anciano aun tocando.
Al voltear nuevamente, la sorpresa se convirtió en susto, el anciano había desaparecido y quien interpretaba era el niño que me habló antes.
- ¿Qué pasa acá? –me dije a mi mismo- Esto no puede ser, la música nunca se detuvo. ¿en qué momento cambiaron?
Una sensación de peligro crecía en mi interior. Retrocedí unos pasos saliendo de entre la gente, alcance una banca y me senté. Tenía la frente empapada en sudor y mi corazón latía realmente rápido.
La música se detuvo, y con miedo de lo que pudiera pasar, levante la mirada sólo para descubrir que la plaza está completamente desierta, solo quedábamos allí el indigente y yo.
- Sí, es cierto, soy un enemigo del tango –dijo la voz del niño que parecía venir de detrás de mí.
Intenté voltearme a ver, pero una mano se posó firmemente sobre mi hombro. De pie a mi lado estaba el anciano, quien si siquiera mirarme me dijo:
- ¿Hijo, te encuentras bien? –no supe que contestar, y volví a buscar al indigente con la mirada, pero justo como sospechaba, había desaparecido también.
Cerré los ojos nuevamente hasta desvanecerme, no sé por cuanto tiempo hasta que un fuerte olor me hizo volver en mí, sales aromáticas. Miré a mí alrededor, ya había oscurecido; alguna gente llenaba la plaza de nuevo, no había músicos ambulantes y alguien me hablaba, al mirarle noté que frente a mí, con uniforme de paramédico estaba el hombre que antes vi como indigente. Una voz me hablo:
- ¿Hijo, te encuentras bien? – el hombre mayor de la cafetería me miraba con la ternura de un abuelo preocupado, mientras su mano firme me sostenía para no caerme de la banca.
- ¿Qué pasó? –pregunté cada vez más confundido.
- Lo drogaron señor, uno de los empleados dejo caer su bolsa de hierva dentro de la tostadora, aún no sabemos si por accidente o intencionalmente. Relájese, pronto se sentirá bien.
Sostenía algo en mi mano, era mi reproductor de mp3. Me puse los audífonos buscando relajarme con algo de música, había una canción en pausa; al empezar a reproducirla entendí todo…
- “Mientras tanto en un subte me hace llorar un bandoneón, y en el cielo Piazzolla conversa con Discepolin, y se ponen de acuerdo en que les duele el corazón…” – cantaba Las Pastillas del Abuelo.